Con la aparición de Ghost Rider o Piloto Fantasma en ‘Marvel Agentes de S.H.I.E.L.D’ repasamos en dos entregas el protagonismo que ha tenido en el cine los pactos con el diablo. Esperamos que os guste.

Podría decirse que el Diablo empezó a hacer pactos con el ser humano desde el principio de los tiempos. La entrega de la manzana a Eva fue, sin duda, el primer pacto que se estableció entre el género humano y el Señor de las Tinieblas. Después, a través de los siglos y las civilizaciones, los hombres sellaron, individual o colectivamente, nuevos pactos con el Maligno para obtener honores, riquezas, poderes o conocimiento en este mundo.
Los pactos colectivos son los que, supuestamente, se llevaban a cabo en el Sabbat o aquelarre de las brujas, que llenaron innumerables actas inquisitoriales entre los siglos XV y XVII, o los realizados por las modernas sectas satánicas, dedicadas a glorificar y adorar al Ángel Caído. Pero mientras estos últimos se convierten en servidores de Satanás, aunque obtengan algunos favores a cambio, el pacto individual era el realizado por un practicante de la Alta Magia que buscaba poner al Diablo a su servicio o, al menos, tratarlo de igual a igual. Evidentemente, el Diablo exigía algo a cambio de conceder sus favores; generalmente, el alma del mago. Si el deseo más vivo del Señor de las Tinieblas era seducir a las almas, para lo cual utilizaba todo su poder y todas sus artes, ¿cómo no creer que el hombre pudiese venderle su alma a cambio de cualquier bien terrenal que él, como señor del mundo, podía otorgar fácilmente? ¿Cómo no creerlo, si en los Evangelios se ve a Satanás ofreciendo al mismísimo Cristo los reinos de la Tierra con tal de ser reconocido como señor y adorado por aquél?
Los
pactos con el Diablo conocieron su más brillante época en
la Edad Media, cuando comenzaron a circular los llamados grimorios,
manuales de fórmulas mágicas donde se incluían los complejos
rituales necesarios para llevarlo a cabo, como Las Clavículas
de Salomón o el Grimorium Verum. En primer lugar, el mago
debía renegar de la fe católica, denunciar su obediencia a Dios,
renunciar a Cristo y a la protección de la Virgen María y pisotear
sus signos más sagrados y realizar un sacrificio sangriento,
degollando a un animal (un gato o una gallina solían bastar).
Después era necesario que se procurase una horquilla mágica, que no
era más que una rama de avellano o almendro perteneciente a un solo
brote, que debía cortar con un cuchillo nuevo que hubiera servido
antes para el sacrificio ritual. A continuación debía ayunar
durante quince días, no haciendo más que una comida al día, sin
sal, después de la puesta de sol, consistente en pan negro y sangre
sazonada con especias o en habas negras con hierbas narcóticas.
Después podía realizarse la evocación, ya en la noche del lunes al
martes o en la del viernes al sábado. Era necesario que el mago
escogiera un lugar solitario como un cementerio, una casa
deshabitada en mitad del campo, un castillo ruinoso, la cripta de
un convento abandonado…El mago debía protegerse de las potencias
infernales encerrándose dentro de un círculo trazado en el suelo
con carbón y la horquilla, en el que inscribía símbolos mágicos.
Pronunciaba entonces con voz autoritaria las fórmulas de evocación
contenidas en los grimorios. Si la operación daba resultado se
presentaba el Diablo, acompañado de un fuerte viento. Entonces el
mago le indicaba lo que deseaba de él y se firmaba el pacto, que se
escribía en un pergamino de piel de macho cabrío con una pluma de
hierro empapada en su sangre, que debía extraer de su brazo
izquierdo. El texto debía ser redactado con tinta mágica, elaborada
con los más pintorescos ingredientes, y en él se especificaba que
el Maligno se ofrecía a servir al mago durante un determinado
período de tiempo, tras el cual, éste le entregaba el alma. El
pacto se hacía siempre por duplicado: una copia se la quedaba el
Demonio, que la archivaba en el infierno, y la otra quedaba en
poder del mago.
El modelo arquetípico de pacto diabólico y el que ha alcanzado mayor difusión es el celebrado entre el Ángel Caído y el enigmático doctor Johannes Fausto, nacido en 1480 en Kundlingen (Alemania), y que murió a los sesenta años después de una vida trajinante y asombrosa. Discípulo del más célebre de los maestros de magia alemanes, el abad Tritemo, el joven Fausto asombró a su tiempo por sus enormes conocimientos de filosofía, matemáticas, medicina, astrología, alquimia y ciencias ocultas. Licenciado en teología y doctorado en filosofía por la universidad de Heidelberg (una de las más reputadas del siglo XVI), se trasladó en 1510 a Praga donde todas las artes mágicas, sus reglas y su práctica se enseñaban brillantemente y eran sabiamente ejercidas, coincidiendo en esta ciudad con Cornelio Agrippa y Paracelso, los otros dos príncipes de la magia renacentista, con quienes compartió el deseo de descubrir los mundos invisibles.
Pero
todo saber le parecía insuficiente. Una noche de luna de 1515 se
encaminó al bosque de Spesser y allí, en una encrucijada de
caminos, trazó el círculo, se encerró en su interior y pronunció
las palabras mágicas. En medio de un gran tumulto y un estallido de
luces apareció un espíritu diabólico llamado Mefistófeles (en
griego, “el que no ama la luz”), a quien el mago encargó que
transmitiera a su señor su intención de solicitar sus poderes para
colmar todos sus deseos. El espíritu reapareció la noche siguiente
e hizo firmar a Fausto con su sangre el pacto, donde se
especificaba que, después de 24 años durante los cuales
Mefistófeles estaría a su servicio, Satanás podría disponer de él,
en cuerpo y alma, “a su modo y manera y según le plazca”. Instruido
por Mefistófeles, que solía acompañarle bajo la forma de un gran
perro de largos pelos negros y temperamento melancólico, Fausto
realizó hechos realmente asombrosos. Se dice que era capaz de hacer
aparecer a los espíritus de los muertos a su antojo y ante una
nutrida y espantada audiencia; que nadaba en la abundancia pues el
oro y la plata, los más lujosos ropajes y las mejores viandas se
materializaban en su mesa tan solo con pedirlo; que poseía el don
de la ubicuidad, la invisibilidad y la levitación; que hizo volver
de la tumba a Alejandro Magno a petición del emperador Carlos V,
que deseaba conocerlo y que, por deseo de unos estudiantes, invocó
el fantasma de la hermosísima Helena de Troya y habiéndose
enamorado de ella, la hizo reencarnar, se casó con ella y tuvieron
un hijo al que llamaron Justus Faustus; que había visitado el
Infierno a lomos de Belcebú y regresado de allí con buena salud;
que había viajado por los espacios siderales durante ocho días a
bordo de un carro tirado por dos dragones…
Pero el tiempo pasó y en 1540 el Diablo estaba dispuesto a hacer cumplir a Fausto su parte del trato. Mientras volvía a su pueblo natal el mago decidió hacer noche en una posada de Württemberg justo cuando se cumplían los 24 años del pacto. Estuvo muy nervioso durante todo el día pues Mefistófeles ya le había advertido de que la hora fatal estaba próxima y, al caer la noche, invitó a cenar a sus más fieles amigos y estudiantes. Les dijo que quería despedirse de ellos, y que no se inquietasen si escuchaban ruidos extraños durante la noche, porque esperaba una visita. Cuando todos dormían, en efecto, fueron sobresaltados por un terrible estruendo procedente de su habitación, seguido de horrendos silbidos como si la posada estuviera llena de toda clase de reptiles venenosos. En un momento dado se le oyó abrir la puerta y pedir socorro a grandes gritos, pero los aterrados huéspedes no se atrevieron a intervenir. Por la mañana, el cuarto del doctor Fausto ofrecía un aspecto atroz; todos los muebles estaban destrozados, las paredes goteaban sangre y restos de su cerebro y sus ojos y algunos de sus dientes yacían en el suelo. Encontraron lo que quedaba de su cuerpo fuera de la posada, cerca de un estercolero. Sus miembros colgaban medio arrancados y tenía el rostro vuelto hacia la espalda. Lo enterraron en el pueblo, pero su féretro desapareció y nadie pudo ir a reverenciar sus restos mortales.
Su trágico fin aumentó la
reputación del Archimago y Príncipe de los Nigromantes. En 1587 el
editor Johan Spies publicó en Francfort el libro “Historia del
doctor Johannes Fausto, el muy célebre brujo y mago». Del modo
como se vendió al Diablo por un tiempo determinado, de las
aventuras extraordinarias que durante aquel tiempo vio, causó y
experimentó por sí mismo, hasta el día en que recibió al fin su
merecida retribución. Sacada, en su mayor parte, de sus propios
escritos, encontrados después de su muerte, redactada y publicada
para servir de terrible ejemplo horrible, y de sincera advertencia
a todos los hombres orgullosos, curiosos e impíos”, de autor
anónimo y con una clara intención moralizadora, como se decía en el
larguísimo título. En 1589 Christopher Marlowe
publicó “La trágica historia de la vida y muerte del doctor
Fausto”, que se hizo muy popular y pasó incluso a la comedia
de marionetas, que es como la debió conocer de niño el gran Johann
Wolfgang Goethe. Goethe dedicó 60 años de los 82 que vivió a
escribir su Fausto, considerada una de las obras cumbre de la
literatura. En la primera parte, publicada en 1808, un Fausto
cansado de vivir pacta con Mefistófeles, que le proporciona una
poción que le rejuvenece 30 años. Joven y apuesto, logra seducir a
la hermosa Margarita, aunque su historia de amor acaba de forma
trágica con la muerte de ésta. La segunda parte, que vio la luz en
1832 (poco después de la muerte del escritor) recoge su relación
con Helena y el destino final del doctor que, al contrario que en
la obra de Marlowe, acaba salvándose de la condenación eterna y
reencontrándose en el cielo con su amada Margarita. Curiosamente,
pasaron también 24 años entre la publicación de las dos partes.
Fausto, convertido en el paradigma del hombre ambicioso de conocimiento, riqueza y sensualidad y capaz de pactar con el Diablo para conseguirlos ha inspirado a autores tan dispares como Charles Maturin, Nikolaus Lenau, Heinrich Heine, Peer Gynt, Louis Pauwels, Mikhail Bulgákov (El maestro y Margarita), Matthew Lewis, Oscar Wilde, Washington Irving, Thomas Mann, Clive Barker (El juego de las maldiciones, El corazón condenado –que dio lugar a Hellraiser– y La última ilusión) o Stephen King (La tienda), entre otros.




