Hay películas que te agarran del cuello, y otras que te meten en una conversación de WhatsApp a las tres de la mañana. Eddington es lo segundo: un torbellino de quejas, directos de Instagram y ruedas de prensa imposibles donde lo personal y lo político chocan como dos carritos del súper en plena pandemia. Ari Aster, el autor de Hereditary, Midsommar y la odisea neurótica Beau Is Afraid, se pone la mascarilla —a ratos— para rodar un “western” pandémico con sabor a sátira política. El resultado es tan audaz como irregular: una bomba de memes con pulso de tragedia, rodada con elegancia de gran cine y, a la vez, víctima de su propio cabreo.
Así arranca (con tos y polvo del desierto)
El pueblo de Eddington, Nuevo México, vive ese mayo de 2020 en el que todos aprendimos a hacer pan y a enfadarnos con desconocidos en redes. Joe Cross (Joaquin Phoenix), sheriff con aura de vaquero desorientado, odia las mascarillas por convicción, por orgullo y, dice, por asma. En la otra esquina, Ted Garcia (Pedro Pascal), alcalde progresista, defiende un mandato de uso de mascarillas y acaricia el sueño de convertir un erial en Silicon Desierto con un mega centro de datos que promete trabajo y consumo… de agua, energía y paciencia vecinal. Entre ambos no solo hay política: también hay un pasado sentimental con Louise (Emma Stone), la esposa frágil de Joe, y una suegra adicta a conspiranoias que entra a casa como un pop-up imposible de cerrar.
Aster planta el tablero con precisión de relojero: la ciudad dividida, el algoritmo calentito y dos machos alfa a punto de medir quién la tiene más grande… la campaña, claro. Cuando Joe se presenta a alcalde por puro impulso, el film pisa el acelerador de la comedia negra y nos invita a la feria de espejos de 2020: directos manipulados, anuncios lacrimógenos, slogans intercambiables y una sociedad que confunde micrófonos con megáfonos.
Lo que hace única esta película (cuando lo consigue)
La gran jugada de Aster es filmar un western donde los colts son móviles. Las armas no están en las cartucheras, están en el bolsillo: cámaras, directos, hashtags, frames sacados de contexto. Es brillante cómo Darius Khondji fotografía el desierto como si fuera una pantalla retroiluminada: el polvo flota como el “ruido” de un vídeo a 480p, las luces de neón convierten el Main Street en un “timeline” infinito y los interiores de las casas parecen feeds saturados de objetos, cajas, latas, recuerdos y notificaciones. Todo es demasiado; y ese “demasiado” es la tesis.
Además, Aster tiene olfato para la incomodidad que olvidamos rápido: los aplaudidores del súper, los controles de aforo, la bronca absurda por el “te la pones por la nariz”, el orgullo de “no me mandas tú”. El guion captura ese ridículo universal con momentos tan punzantes que te ríes… y luego te duele un poco la risa. La música de The Haxan Cloak y Daniel Pemberton añade un zumbido hipnótico, como si la banda sonora fuera un router enfadado, y cuando la trama gira hacia el thriller conspiranoico, Aster demuestra que sigue sabiendo montar el escalofrío: cambios de tono bien soldados, giros que encajan a posteriori y esa sensación de que el monstruo no vive en el bosque, vive en el rumor compartido.
Un reparto de lujo… al que el guion no siempre deja jugar
En teoría, con Joaquin Phoenix, Pedro Pascal, Emma Stone y Austin Butler no puedes fallar. En la práctica, Eddington les pone mordaza en más de una escena. Phoenix borda al patético entrañable: su Joe es un saco de contradicciones que quiere ser héroe de portada y acaba rehén de su propio “directo”. Su torpeza con armas grandes y conceptos complejos da para un par de secuencias memorables donde la sátira se vuelve pura comedia física, casi Coen.
Pedro Pascal luce un carisma de alcalde anuncio de agua mineral; su spot televisivo tocando el piano en mitad de la calle —un caramelo de azúcar ideológica— es de esos momentos que te hacen aplaudir el veneno del director. Emma Stone tiene menos espacio del que merece: su Louise está escrita como muñeca rota y herramienta de choque entre hombres, aunque Stone encuentra gestos sutiles para que duela de verdad. Austin Butler se divierte como gurú de sobremesa, serpenteando entre confesiones y vídeos virales; cada vez que entra en escena, el film sube el voltaje de la sospecha.
El problema es de reparto coral expandido: adolescentes hiper concienciados que se aman y se abuchean, un agente nativo que entra con la autoridad moral de quien mira desde fuera y dos ayudantes del sheriff que cambian de bando con la misma facilidad con la que cambias de pestaña. Hay ideas finísimas (la culpa performativa en una esquina, el bitcoinismo en otra), pero a veces son tuitazos sueltos, no escenas que respiren.
Aster, del trauma íntimo al trauma colectivo

Si Hereditary te desarmaba con la familia como ritual, y Midsommar convertía el duelo en postal sueca de pesadilla, Eddington intenta retratar el trauma social: la histeria compartida, el ansia de pertenecer, la verdad al peso. Es ambiciosa y se agradece que lo sea. Cuando la película funciona, te ves reflejado en ese scroll infinito que te dejaba los dedos agarrotados. Cuando no, suena a hilo de Twitter de 40 mensajes: lúcido, sí; pero plano.
Hay pasajes donde la sátira es filosa —el “deep state” como latiguillo, la culpita blanca en monólogo con lágrimas— y otros en los que la repetición aplana el chiste. El clímax mezcla pólvora, titulares y directos hasta volverse un carnaval sin catarsis clara. Aster decide no dar respuestas y obliga a teorizar: un gesto coherente con su cine, aunque menos potente que cuando los símbolos eran paganos y las flores te asfixiaban con belleza. Aquí, la flor es un post con millones de impresiones; impresiona menos.
Política, pandemia y pantallas: ¿de qué lado estás?
Lo más valiente de Eddington es que no elige bando. Le zampa bocados a los vaqueros de la libertad individual y a los alcaldes de sonrisa calibrada; a la protesta de eslogan y al conspiracionismo con incienso. Todos creen tener razón y Aster grita desde el comboi: tal vez el problema es necesitar tenerla. Por eso su western es moderno: no hay duelo al sol, hay duelo por la atención. El que controló la narrativa, ganó. El resto, a comentar el resumen en un podcast true crime.
¿Funciona como película política? A medias. Sus mejores golpes nacen de la observación —una mirada, una respiración a medias tras la mascarilla, un abrazo que no llega—; cuando sube al púlpito, predica verdades ya escuchadas. Y, aun así, desarma de vez en cuando: un travelling de vergüenza ajena en una fiesta al aire libre, un niño que repite consignas como si fueran cromos, un matrimonio unido por el scroll.
¿Y la forma? Khondji al aparato, Pemberton al dial
Aster sabe que filmar una época reciente exige estilo sin nostalgia. Darius Khondji convierte a Eddington en un oeste mate, lleno de amarillos sucios, sombras de almacén y cielos que parecen filtros de aplicación. No hay épica John Ford, hay estética de fluorescente. El diseño de producción hace historia en cada esquina: el despacho del sheriff es una cápsula del tiempo donde conviven el patriotismo de pared y la impresora que jamás funciona; la casa de Ted huele a sourdough y a papel higiénico acumulado; la de Joe es un feed colapsado.
La partitura de The Haxan Cloak y Daniel Pemberton es medio dron litúrgico, medio motor de nevera al límite. No te agarra por la melodía; te atrapa por insistencia. Y cuando aparece el centro de datos —esa mole llamada, con sarcasmo gamer, SolidGoldMagikarp— la imagen se come el discurso: la catedral del algoritmo proyecta su sombra sobre todo.
¿Verla o no verla?

Eddington es arriesgada, ingeniosa y agotadora. Si buscas la precisión quirúrgica de Hereditary o la belleza cruel de Midsommar, te vas a frustrar. Si aceptas el ruido como tema y la sobrecarga como forma, vas a encontrar momentos que definen una década mejor que muchos documentales. Phoenix confirma que nadie interpreta al perdedor lírico con tanta humanidad; Pascal se lo pasa bomba siendo el político de postal; Stone merece más aire; Butler firma un villano de pantufla que da más grima por discurso que por delitos.
¿Es la gran película de la pandemia? No. ¿Es la más honesta a la hora de retratar la resaca digital que nos quedó? En bastantes tramos, sí. Aster cambia el cuchillo ritual por el gel hidroalcohólico y se mancha la camisa en el intento. Pero mientras te ríes, te descubres incómodo, y cuando sales, te pica la necesidad de contársela a alguien y discutir qué demonios ha pasado. Para un cineasta que vive de que sigamos hablando de sus películas, eso es medio triunfo… y medio cliffhanger.
¿Y ahora qué?
Ahora toca reconciliarnos con el espejo. Eddington no nos dice “así fue”, nos pregunta “así nos vimos”. Si te apetece revivir el nudo en la garganta de aquella época con el humor más negro que un café sin filtro, adelante. Si te abruma el exceso, asume que el exceso es el personaje principal. Aster sigue buscando la forma de contarnos la ansiedad contemporánea; a veces te señala con el dedo, a veces te pone el móvil delante. Y sí: duele. Pero también engancha. Como ese último scroll antes de dormir del que no aprendemos nada… y al que volvemos cada noche.
¿Genialidad incómoda o tostón con mascarilla? Tú decides. Déjanos tu opinión de Eddington aquí abajo, que queremos montar un debate más grande que el del propio pueblo. Y ya sabes: síguenos en Google News para tener tus noticias de cine siempre frescas en tu feed.
Eddington
NOTA CINEMASCOMICS
TOTAL
En el pueblo de Eddington, Nuevo México, el sheriff Joe Cross (Phoenix) y el alcalde Ted Garcia (Pascal) convierten la pandemia en un duelo político y personal que mezcla mascarillas, conspiraciones, protestas y cultos extraños en un western satírico sobre la locura colectiva de 2020.




