Crítica de la película de cine ‘El Rey Tuerto’
Aquejados de un cine que parece forzado a la denuncia automática, Marc Crehuet presenta El Rey Tuerto, una historia sobre las ideologías, la bondad y el egoísmo de la masa social. Heredada de su homóloga obra teatral, la película se acerca a la intimidad de la opresión, a los miedos e incertidumbres de aquellos, no sólo protestantes, sino encargados de hacer callar a un precio demasiado alto. Un claro de ejemplo de la comedia negra con humor reflexivo, humor del que hace tragar saliva y sonreír tímidamente. Sus serenidad e intensidad la convierten en una cinta necesaria para la ciega sociedad, en un soplo de aire fresco para un género en el que la línea que separa la frivolidad del respeto es sumamente estrecha.
Aunque El Rey Tuerto esté enmarcada en los acontecimientos surgidos a raíz del 15-M y los movimientos de protesta pacífica, Crehuet demuestra una gran capacidad para retratar las entrañas del ser humano universal, para romper los diferencias entre estos y aquellos, entre los que escapan de la violencia y los que viven atados a ella. La trama lleva implícito el mensaje, y no se empeña en revelarse como la solución o como el quicio de la ventana tapiada por el que ver la realidad del día, sino como un apoyo al pensamiento general, incluso como la refutación psicológica del 1984 de Orwell. Es la intensidad de los planos la que hipnotiza al espectador y los ruidosos silencios los que le instan a la perspicacia, los que le colocan en un bando u en otro según se marque el compás. El Rey Tuerto está construida de manera excepcional, austera en diseño y con unos 87′ formulados en su máximo exponente. Y es que la premisa de la historia tiene como motor de arranque al drama, a las ignorancia y mitomanía de unos personajes entregados a su causa, encerrados entre cuatro paredes grises y sin ánimo de cambio. Se trata de una película pequeña, pero de enorme significado y más grande impacto, si el público se deja atrapar por su dialéctica, por su oscuridad, por su facilidad para deshacer ese aspecto taciturno y tornarse brillante como el reflejo de la ira en los ojos del agresor. Con la sutileza por bandera, pero sin renunciar a las palabras afiladas, Crehuet hace de su ópera prima un relato ensordecedor que encuentra el equilibrio entre el drama y la comedia con muchos aciertos y apenas errores. Si bien no evita las referencias al diseño teatral, El Rey Tuerto goza de numerosos elementos cinematográficos de gran talento técnico, de una simplificación que la reduce a su insondable núcleo: la felicidad. Que la política colma la pantalla casi con recurrencia es algo a lo que tiene que rendirse la historia, pues el director y guionista escribe con buena cadencia, rabia controlada y el humor irritante que mueve conciencias.
Crehuet también se antoja como un perfecto gestor de personajes, envolviéndoles en un torbellino de creencias, conspiraciones y trastornos mentales que pueden estar alejados de la realidad, o abrazándola con alevosía. Alain Hernández y Miki Esparbé conforman la figura de aquel catamarán de ideas sin rumbo que se deja llevar por la corriente hasta que ésta se acaba y el barco se encalla. El primero, como el individuo que, letárgico ante el destello de realidad que le acaba de deslumbrar, tiene la fallida iniciativa de buscar la justicia social atendiendo a sus preferencias personales. El segundo, como el breve destello de una bombilla que parpadea, repleto de dudas por si cumplirá con sus propios principios, jugando a ser Dios bajo la psicología del buen samaritano.
El Rey Tuerto es una llamada al diálogo entre las Dos Españas, entre los Tres Mundos, entre La Sociedad, al completo, porque la ignorancia exige silencio y los estereotipos lo son, hasta que dejan de serlo. Crehuet firma una píldora de reveladoras ocurrencias con una perspectiva inédita, con un tratamiento ajeno a la frivolidad y buscando la llaga inflamada del espectador. Para verla y escucharla sin prejuicios, sin ideas preconcebidas, y sin la mirada recelosa de quien desea ser ofendido.