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Críticas de cine

Crítica de ‘La Bruja’

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He aquí un relato sobre las costumbres calvinistas, la insana locura de los fanáticos y la sempiterna teoría de la existencia de Lucifer. La Bruja rompe los esquemas del cine de terror contemporáneo adoptando como referente a The Village (M. Night Shyamalan, 2004), aplicando intensidad en las pausas narrativas, y congelando los pasajes con más ritmo. Robert Eggers invita a la reflexión, pero no sobre la brujería en la Nueva Inglaterra del siglo XVII, sino sobre la falta de resiliencia en el ser humano cuando tres de los pilares de la religión católica se tambalean ante la ira de un carnero: la culpa, la responsabilidad y la fe.

El miedo que infunde la película cuando revela que está basada en informes reales desaparece con virulencia, fruto del absurdo que supone quedarse en la superficie de la invocación en lugar de adentrarse en las entrañas cerebrales del creyente, del que no abandona la fe aunque por ella esté condenado. Y en este aspecto, Eggers juega un papel tan determinante como el que jugó Dan Trachtenberg en 10 Cloverfield Lane, no porque sus películas sean similares -no tienen nada que ver-, sino porque, a pesar de todo el inconmensurable trabajo estético y narrativo durante gran parte de las mismas, ambos se acaban abandonando a la necesidad de recordarle al público que está viendo un relato de ciencia-ficción. Tensa y a ratos previsible, responde a la fondo del género en su vertiente más psicológica, pero con unas formas totalmente distintas, unas formas que abrazan con fuerza varios pasajes de El Panegírico de Abraham recogido por Soren Kierkegaard en Temor y Temblor. Es su enfoque lo que hace de La Bruja un ejercicio pertubador, es su apariencia la que no induce a engaño, la que demuestra que el terror no está ligado a los miedos de la sociedad, sino a la sociedad en sí misma. Eggers parece tener un sexto sentido, no sólo escribiendo una historia que se va cociendo paulatinamente, sino también realizando este tipo de ejercicio con una sensibilidad especial, con una enorme capacidad para mantener el tono malrollista, con una mirada realista y escéptica simultáneamente. El misterio rural en el que embauca al público es exactamente el mismo que Michael Haneke le dio a La Cinta Blanca, no obstante en La Bruja se encuentran el escalofrío que se agarra al pecho, oprimiendo sin brega, y los detalles artísticos de la nueva ola cinematográfica. Las costumbres fanáticas quedan retratadas bajo el cerrojo de un lenguaje antiguo perfectamente equilibrado, entre el impacto de su dialéctica y lo taciturno de su fantasía.

Si alguien ha sabido captar la esencia de la época, de esa falsa inocencia que no encuentra lugar en un mundo construido a base de tonos grises, de creencias en Dioses implacables y de protestantes que se encomiendan a Juan Calvino, es Anya Taylor-Joy. Desde su impresionante visión adolescente (tiene 20 años), da vida a una Thomasin que no comprende las vicisitudes de la culpa, del engaño y la responsabilidad de su padre, Ralph Ineson, un escéptico del nuevo orden cristiano, sumido en su íntimo bosque de dudas. La puesta en escena es tan certera y bella que el espectador sentirá el miedo desde los vivaces ojos de su protagonista.

Eggers se postula como uno de los directores más interesantes del momento, gracias a la habilidad con la que narra y la belleza con la que encuadra -junto al fotógrafo Jarin Blaschke-, a la dinámica psicológica en la que introduce al espectador cuando ésta se convierte en objeto de la naturaleza humana a nivel universal.

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