Con el amor como primer impacto y el síndrome del antisistema universal -habitualmente ligado a la vida intelectual en mitad de un remoto bosque- como eje alternativo, Matt Ross se mueve en la comedia familiar con visos de aventura para devenir en un drama no exento de trampa, aunque tampoco de doblez. Captain Fantastic es un viaje más conceptual que práctico, un abrazo entre el subjetivismo new age, un catálogo de subtextos críticos y algunos de los recursos que posee el ser humano cuando debe escapar al dolor. Con un Viggo Mortensen entre dos tierras, enmarcado en el ideal platónico del hombre con valores arraigados hasta la espina dorsal, el director pone énfasis en la definición moral, casi mágica, del antihéroe por antonomasia.
Aunque el tono -un humor negro más incisivo que sutil- se revela directo y sin remilgos, Ross parece más interesado en retratar a la sociedad actual desde una ventana acusadora, que en mostrar lo verdaderamente duro de la pérdida desde un lugar aislado, de espaldas a la realidad. Como un trampantojo operístico que, mal que nos pese, se apoya en la idealización de un modelo de vida contracultural. La metáfora es preciosa, pero pierde el sentido tangible cuando la crítica viene con ecos de la oposición político-ideológica. De vuelta al enfrentamiento –amable, en este caso- entre el comunismo y el capitalismo, dos sistemas que en exceso, como todo, desembocan en una tragedia social. El drama se torna en denuncia, el contraste de luces y sombras funciona como paralelismo entre lo que existe en la superficie y lo que subyace, las reflexiones son evidentes, pero aun con ello el conjunto sigue siendo magnético, emotivo en último término.
Si bien renuncia a toda convención -no es casualidad que se sitúe justo al otro lado del canon, concretamente enfrente, para romper con el proceso de construcción de la historia-, la película nace del estándar más duro para una familia -un hecho traumático tan injusto como la muerte que sólo puede sentirse desde la distancia. Es en ese momento cuando Ross se olvida de su premisa para descubrir un mundo interno muchísimo más interesante que el pretexto narrativo, una fábula sobre el respeto a la cultura y a la educación en un mundo caótico, en estado crítico. No obstante y a pesar de sus múltiples capas, Captain Fantastic consigue dejar huella, ya no como un bonito relato de amor paterno-filial, sino como el despliegue honesto y paulatino de un talento capaz de acoplar la ironía a los diálogos y dejar que vivan allí, en su estado natural, sin corromper mas que a las personas que se mueven por la inercia del mundo.
Ciertamente a Ross no le dura demasiado la utopía -cuando la reflexión aflora en el rostro del protagonista, el idealismo ya se ha desvanecido por completo. Pero ello no empaña el trayecto, muy al contrario, lo subraya por encima incluso del objeto final de sus protagonistas: respetar el recuerdo de su madre. Y es que cuando la ilusión parece despedirse entre una maraña de suplementos estructurales, ya es demasiado tarde; El público respira en armonía con los personajes, se ha contagiado de su aroma, vive cada paso como si fuera el suyo, responde ante el mundo como si le fuera ajeno, con la intención de reunir los pocos libros que posee y largarse a un parque frondoso donde empezar de nuevo. Captain Fantastic lo entrega todo, se vacía por completo. Se antoja, tras una batalla entre el deber y el querer, como un anticuerpo para la tristeza con una belleza formal exquisita, como un hechizo que conviene no romper para disfrutarlo acompañado de una preciosa versión de Sweet Child Of Mine.